LA BREVE VIDA DEL FÓSFORO


PAULA ABRAMO - GABRIELA  CANO - ROMINA CAZÓN



A modo de introducción:

Esta es una caja de fósforos y  puede ser su historia y también no.
Esta es una caja de fósforos y aquí no hay fuego, hay una familia
que se cuenta  algo, mientras la comida caliente pasa por la tráquea.
Esta es una caja de fósforos y  aquí está un país, o muchos
y hay miedo
y hay llanto
y tiene todo lo que tiene una familia.
Esta es una caja para saber la vida de sus fósforos, para ver si ellos
poseen la misma melancolía de los humanos.

 RC.


Angelina



prende un cerillo 
no me gusta esta falta esencial del pobre modo
préndelo 
como si uno a sí mismo nunca se imperara 
como si para imperarse fuera necesaria rutinaria
y filosa la escisión préndelo lo prendo y qué hago luego


  -  Prende la estufa.
 -  Sí, señora. Angelina es breve y requemada.
Las marcas de sol. No son de sol. Sí son. 
Son preludios del cáncer.
Son herencia.
Sobre la hornilla, el aceite bulle en iras.
Esta cocina casi pasillo, casi tránsito a otro mundo mucho menos azul y más de orquídeas, de pereza, de flores más lentas que la tarde, humedades profundas, corruptoras, colibríes, cruás allá en lo alto, a contraluz.
Angelina va friendo camarones.
Guarda uno, come tres;
guarda uno, come tres.
Guarda uno.  
              Come
                      tres.
Angelina tiene el hambre de su abuela;
más allá: 
tiene el hambre de la abuela
de su abuela. 
Y un historial de retirarse y retirarse bajo el crepitar de décadas de sol, 
sobre el fulgor insano de una tierra 
más quebrada 
que sus pechos.
No es la lengua, es el Nordeste el que le lame los dedos a Angelina: 
la seca esparce sal sobre su presa.
Y son tan buenos estos camarones.
Los subterráneos del hambre lloran –sí, pero no siempre– caldo de sopa.
Lloran también esta charola
tan abundante y gris de camarones.
Lloran la madurada tersura de los libros.
Y lloran las rosas –cómo no– las rosas.
Y llorarán siempre hasta que el fuego.

 



Interludio bucólico

  
y no siempre son las mismas las circunstancias
que rodean la breve vida del fósforo
son variopintos los dedos
que lo encienden, las manos
a veces siniestras a veces mutiladas
o cubiertas de esencias
con un esquema de callos
siempre único
denunciando el oficio
con una mugre
irrepetible ¿tinta? ¿tierra? ¿grasa? ¿sangre?
con firmeza o amaneramiento o descuido los dedos
–pero siempre con cierta prisa– que encienden el fósforo
para hacer suceder cosas

Hay ciertas historias que sólo en los bosques mesófilos,
o lo que a éstos equivale
más al sur, donde la sierra
son colinas que poco pueden
de tan curvas, cuasimaternas,
con su forro oscuro de cafetales.
Allí, la cena se hace de batracios
capturados de noche,
turbamulta de patas y cebollas
desmembradas en un caldo.
Como frutos del charco verrugosos.

Ciertas bondades tiene el trópico. Éstas
de descendientes de inmigrantes húngaros
que cazan ranas
para una sopa
con leche de coco,
en un pueblo de nombre inverosímil
–Solemar– ,
de dislocadas torres de iglesia
 piramidales, resabios
de Budapest, de Lugoj,
de pueblos vistos por las rendijas
de un tren blindado,
en una costa antipódica,
donde las charlas
del porche, en rumano,
conspiran en húngaro, cocinan
en alemán, meditan, tejen
recuerdos de nieve en la tarde
de mosquitos
entre taza y taza de café con piloncillo
 y jugo helado de caña,
jaca, mango, cajú
con hierbabuena
al caer la tarde.





Presidio político Maria Zélia, 1935


un erebo bajo otro erebo
bajo un 
tercer erebo 
que desemboca en un cuarto

la ciudad amanece punteada de gorriones

de gorrión a gorrión
repta la miopía 
el último erebo de las serie
se ahonda en otro

imposible prender un cerillo
pero viene la sombra
de mi abuelo
envuelta en papel cebolla
y golpes oxidados
de escritura clandestina

direcciones falsas
nombres encubiertos
en un género fingido
personajes de una gesta reducida a abreviaturas
viene Fulvio
a recordarme
“no mires hacia adentro”

no mirando hacia adentro 
el abismo
se desintegra en trenes matutinos
color naranja vagones y vagones y vagones
llenos de tibieza
resabios de baño apresurado y secadora
organizado apretuje solidario

que se desintegra a su vez
por las calles deshilachado en estaciones
se distribuye en oficinas talleres mecánicos
supermercados
con la ropa vieja 
opacidad raída
sale
se distribuye
y enciende cerillos que encienden cigarros
que encienden
hornillas que encienden 
el rápido desayuno a horas obscenas 
que enciende el día
a su vez hecho de días
 puesta en abismo de matices imprevistos

Observa  la huella de la gota:
la forma ovoide de aspereza denunciando
en el papel ya viejo,
ya de más de ochenta años,
¿qué
         separaciones,
         lluvias,
        goteras,
qué circunstancias aquí colegidas
determinan
la transgresión de ese cierre autoritario:  
       “quema esta carta, 
no la guardes, 
no escondas papeles,  
borra, anula:  fiat lux”?

En cuyo caso el fiat habría sido
un no quedar rastro. Un destello sin opciones,
un no, más que un inicio.

 Y mientras, graznan  
los cerrojos  
la única palabra que conocen: quién.  
Y la pregunta encierra
la posibilidad de rancho,  
la permisión del sol, el lapso  
antes del golpe.  
Quién, preguntan todos, y los complementos  
circunstanciales y directos del pronombre  
en su mucha variedad construyen 
los barrotes,  los muros,  
los días de la semana  
interrogados:  
quién te dijo, quién vino, a quién frecuentas,  
quién te dio estos libros, de quién  
son estas cartas  
manuscritas.

Y hace años, de niño,
en sepia, lento, hundías el plumín filoso
y las planas
llenándose despacio y pulcras 
para esto.
  
Y ahora aquí, un diente podrido en la mazmorra,
casi como una semilla que brotara,
que echara una raíz cálida y gorda de pus
hasta el pulmón.
De quién son estas cartas de quién
las recibiste.

Distíngase entonces el fiat 
del fiat
uno es nacer de luz para anularlo todo, un cerillo
encendido al borde de una carta,
y que abre un hueco en el tiempo, un hueco invisible
en la retina, 
como los libros de Alejandría en llamas, fuera
del campo visual, lejos de la hipótesis de luz, y el otro
fiat que engendra 
           y expele
a sus contrarios,
lo negro, la guerra,
el suelo: un fiat
fértil, encarnado
en cosas,
no en ausencias.

Mamma,  
los días  
son tranquilos.  
Traduje aquí un manual  
de elaborar zapatos,  
te lo mando con la venia  
del amabilísimo rector de este presidio  
para tu sustento  
y el de mis hermanos.
Gracias por los trajes  
y el pastel de nueces.  
Felicita a la prima   que se casa.

Calcúlese entonces qué complementos,
la importancia de qué completivas, 
qué acusativos, dativos, determinan
la distancia entre un fiat y otro fiat.

Por ejemplo, esta carta,
prisa previa a la fuga, 
gotas que se acusan restos
de películas lagrimales
microscópicamente reventadas,
como globos torpes,
grávidos, precipitados
sobre la instrucción precisa:

quema 
tu manía de atesorar papeles.

Pero en la celda, meses antes, 
la luz entrando como una ironía del trópico,
algunos loros dibujados en el cielo, 
en el horizonte
sonoro de la cuadra del presidio;
la antorcha
iluminando
el calabozo negro de Castell Sant’Angelo,
y los interminables soliloquios
de Cellini
con dios mismo,
ahora aquí vertiéndose a otra lengua,
en otro calabozo
¿eco de aquél?
como en un juego de espejos
venecianos.






Alumbramiento. Santa Cruz de la Sierra, 1941

el cerillo
revela las distancias
entre las cosas
acusa oposiciones simetrías cuando todo
era negro
y luego
todo al negro
vuelve
pero en muchos semejantes mínimos destellos
cuántas
revelaciones caben
el cable sucio y quemado en un rincón el vestido
rojo
inmiscuyéndose con tazas platos
sobre la mesa en connubio extraño de tiempos
y dominios
o la hamaca en la selva los húmedos bultos
del garimpeiro o del talador
de embaúbas o las gallinas
adormecidas sobre el posadero
del patiecito de Vicenzo o
cuántos alumbramientos
que duran lo que la llama
transitiva
del cerillo
los cerillos alumbran
como los partos pero aquí
muchas vidas a un tiempo
conjugadas
cajita de fósforos estos escritos cajita
donde mi cuerpo se asienta
donde asentado
imagina su cuerpo
de fábulas


Alumbramiento, parto,
aquí mi abuela
alumbra: pare un niño
de cabeza grande,
leniniana, Anna Stefania,
capitana de un barco
que es éste,
de fuentes partidas.
Y allí está el barco haciendo aguas
y ella al frente,
capitana de un parto
que es el suyo,
ordena, anuda,
enarbola una bandera de sangre
en las troneras más negras,
revienta Anna Stefania
como si de cabos tensos se tratara,
para luego quedar
abierta, roja
como una granada
a la deriva, entre la hierba,
una vez saciada
el hambre de las aves.




(Falsa) línea de clase

borrar muchas cosas porque son inadecuadas
decir:
son inadecuadas por lo tanto fuera
de esta caja de fósforos
cosas tamañas como:

Bordadas en un mantel:
inflorescencias de toboroche,
flores del Chaco
boliviano,
como golpes ya pálidos,
en sordina de estambres y puntadas.
No la abstracción de la flor, la corola neutra,
el tono rojo que se da por descontado; aquí,
la flor felpuda, el borde
fronterizo de lo concreto, como decir
toboroche, embaúba,
luz de manganeso ardiente,
semillas de cilantro metidas en la olla de la cena
sobre un mantel con flores.
Las flores del Chaco borda Anna Stefania,
que ahora se llama Emilia
y es enfermera.
Y poco a poco va haciendo un mantel
de acabada precisión botánica,
como una crónica de viaje.
Entre un caso y otro y otro de fiebre amarilla,
traduce en fibras de algodón
rizomas, sépalos, pistilos,
bulbos y estambres de precisos tonos.
Y todo ese conjunto va en correo,
hatijo de colores, de costura y flecos
sin un patrón muy claro
en una desprolija
narración de cloroplastos,
y bulbos, y raíces y puntadas,
a ornar la mesa de la suegra
de anchas ancas.
Pero no adorna fiestas
ni alborota, con su estridencia silvestre,
la base diaria de polenta y panes.
Y cuando llega Anna Stefania del exilio
le dicen al entrar: esto es un trapo,
que saca lodo y mugre de la casa.
Límpiate aquí los pies,
sé bienvenida.





(Falsa) frontera
la palabra frontera tampoco demarca
sus propios lindes
ni indica cómo descifrarlos
si cromáticamente
si en materia de tiempo
o de textura
y queda abierta allí
como una fruta
como un eslabón roto
que propicia la fuga
de sentido
un fósforo puede
denotar un lindero
asegún lo que encienda
para fines iguales
un anafre una estufa
de gas
un horno
o una fogata

Supóngase una casa a las afueras,
una línea divisoria,
una calle sin asfalto y, de un lado,
casas con firme, ventanas, castillos; del otro,
apenas láminas
y aleros confusos y parchados
de cartón goteando
sobre el lodo,
y de ambos lados, termitas
conejos, hierba
crecida,
gallinas
corroyendo las sobras, lo nimio,
humildemente,
como una especie de óxido vivo y compartido,
para luego acabar
en caldos tímidos
a ambos lados de la calle, pero en medio,
un accidente rojo, que viene subiendo
la ladera de mangos podridos
y moscas:
Gotículas, red esponjosa de júbilo
olor a cosa nueva, casi áspera
de tan tersa, y viene rodando,
cucurbitácea carcajada,
desde las tierras rojas de Jundiaí
a punto de rajarse,
retumbando su interior líquido
en ecos:
el paladar haciendo ecos, las fosas
nasales
con ecos
de azúcar y lluvia y caña,
cuarenta kilos de fruta
en una sola sandía,
casi como un niño gordo
vuelto pulpa
y rodando
sobre el asfalto cuarteado
entre sonrisas y pasos
firmes de expertos
tozudos en sembrar
la fruta, que,
dando trompicones,
se estaciona.
Aquí ya no fruta sino ofrenda hinchadísima,
la sandía,
medio torpe y absurda en una casa
que no tiene heladaras,
donde todo es el sopor de enero.
Y entonces
un lado de la calle, el de las casas amplias
donde cada habitante tiene un cuarto,
le grita al otro lado,
de seres apiñados bajo láminas sucias,
las gallinas corriendo a medio día
a ambos lados de la calle, y aquella fruta
rajándose
sangrando como un grito de azúcares
de breve
duración,
que se mezcla con la tierra, con
los gritos de los niños que se acercan
o que lloran a caballo en la cadera de sus madres
otra vez preñadas.
Cuarenta kilos de fruta que aquí se parten
convivio repentino entre dos lados de una calle
en la que faltan heladeras y entonces la leche,
los dones repentinos, los bizcochos,
se reparten así,
sin mucho alarde.




[Fulvio, 1968]

Intransitivo, empero, el gesto
de mirarse los nudillos
cuando éstos
apretando la mano de Anna Stefania
que aprieta a su vez la bolsa de labores,
esperan, en São Paulo
–fingen que esperan–
un camión, precisamente en la esquina
del Largo General Osório,
ojos mal disfrazados de hábito y hastío,
mirando el ventanal
por donde pasa,
debe pasar,
la silueta del hijo interrogado
cada martes.
Y si no pasa, y si demora
el quebrarse de la sombra en los cristales,
cada segundo, cada cigarro
oxidando los alvéolos,
cada vuelta del ganchillo en el tejido
–los dedos alisando las puntadas–
es como la constatación
de lo imposible.
Bye, bye, Brasil,
Meu pai fugiu
e justamente no rabo do foguete.
El cohete que ahora corre
hacia adelante, hacia la fila
del cuerpo de caballería
y lo retrasa todo.
Nube de tinta de pulpo, humo, retirada.
Pólvora. Un caballo
rueda, se desalinea
el oxidado horizonte
de sables a degüello.
Tiempo ganado.
Fuga. Una tienda
de brassieres.
Joven, cabello largo,
talabartero,
fingiendo indiferente sesudez
en materia de copas
y encajes.
Pólvora todavía en la ropa,
y los dedos
recorriendo puntillas, resortes,
calzones
de todas tallas
como si pudieran defenderlo.
Y no pueden.



Angelina


-prende un cerillo
-sí señora


Angelina es breve y es ficticia
(las marcas de sol sí son de sol)
y vino aquí a hacer el favor de su presencia
porque existe el hambre, ese fantoche de mal gusto,
y existe la cocina, existe la orden
de encender un fósforo
y hay una riqueza enorme y mal distribuida
de crustáceos en el mundo, y de libros y de tiempo
para leerlos.
Angelina va friendo camarones:
guarda uno y come tres,
porque la llama
–los efectos de la llama–
del cerillo
los hace suyos,
trabajan
para ella,
y en la frontera minúscula que media
entre la orden y el hecho de cumplirla,
caben los ciclos, las repeticiones,
las guerras, el juego de espejos
venecianos, donde gestas
y gestas
y exilios
y barrotes
sólo tienen sentido si trastornan
el fin de ese cerillo:
si segundos antes de encenderlo
se opta por el acato o el desacato
y la lux que fit,
aunque pequeña,
no es ya la luz de un fósforo.


Textos del libro Fiat Lux de Paula Abramo 



SOBRE LAS AUTORAS


GABRIELA CANO, (1988, Guanajuato, México). Es escritora y artista visual. Estudió Letras Españolas en la Universidad de Guanajuato y Maestría en Enseñanza de Estudios Literarios en la Universidad Autónoma de Querétaro. Autora de He visto caer a mi cabello. Actualmente publica, todos los martes una columna sobre literatura en la revista digital Golfa y es editora adjunta de Ediciones El Humo.






PAULA ABRAMO. Nació en la Ciudad de México en 1980. Poeta y traductora. Estudió la Licenciatura y la Maestría en Letras Clásicas en la unam. Ha traducido los libros Poema sucio de Ferreira Gullar y Clarice Lispector. Fotobiografía de Nadia Battella Gotlib. Premio de Poesía Joaquín Xirau Icaza 2013 por Fiat lux. Su obra se incluye en las antologías La edad de oro, antología de poesía mexicana actual (Luis Felipe Fabre, unam, 2012), Siete rutas hacia un bosque alemán /Sieben fade in einen deutschen wald (Luis Armenta Malpica, Mantis Editores  2016) y Sombra roja. Diecisiete poetas mexicanas 1964-1985 (Rodrigo Castillo, Vaso Roto, 2017).